Clara termina de hablar con Iván. Busca a Marina, pero
Roberta ya se la ha llevado a almorzar.
El ama de casa sale a caminar por las calles de Londres.
Una desazón le atenaza el pecho.
Recorre las calles que ha caminado con Marina. Deambula por la orilla sur del Támesis.
Es verano y hace sol… pero siente frío.
“Qué frío es caminar
en soledad por los lugares que me vieron pasar abrazada”, se dice a sí misma.
Cruza Piccadilly Circus. Divisa la fuente de Eros en el
centro de la plaza, y la sola visión de la famosa estatua le hiere el pecho.
Tiene sus flechas adentro. No encuentra cómo sacárselas.
El ama de casa entra a la National Gallery. Hay una exposición
del amor entre mujeres. Qué casualidad que una exposición tal sea la principal
en este momento en el museo.
A Clara, a la que nada le decían antes esos temas, ahora le
hablan directamente. Reconoce su lenguaje. Se identifica en los cuerpos largos
y tendidos de los cuadros, en el brillo de sus ojos, en la abundancia que
regalan tantas parejas retratadas.
Un cuadro la impacta: “Las amigas” de Gustave Courbet.
Cuántas veces ella ha soñado desparramadamente feliz igual
que la rubia y la trigueña del cuadro… las piernas enlazadas, los senos en
punta, entregándose…, embriagadas por los aromas satisfechos que despiden sus
cuerpos satisfechos.
Clara sale borracha de la exposición. Le falta el aire. La
cabeza le estalla. El corazón se le escapa.
¿Dónde está Marina? Su Marina…
La mujer que le
enseñó a amar, que la llevó de la mano hasta abrirle el corazón hacia alguien
de su mismo sexo. ¿Dónde está su
intensidad? La que la hizo asomarse hacia su abismo, no ver fondo y, sin
embargo, sin volver la vista atrás, zambullirse en su pozo de mar, dejando al
hombre que era el padre de su hijo, con el que tenía tanto en común, con el que
había jurado envejecer.
¿Dónde está su Marina?
La mujer segura de sí misma, la incontenible ola marina que
se fue amainando, volviéndose vulnerable, debilitándose hasta llegar a ella y
tocarla con los dedos y el llanto más delgados. ¿Dónde está su cómplice? ¿Su
mujer, su todo? ¿Dónde?
Marina está en estos momentos hablando con Roberta of Rothesay, la mujer que le está ofreciendo la llave
del mundo, la fama en un contrato, el éxito en bandeja de plata.
¿Puede el amor que ella le ofrece compensarla? ¿Será
suficiente? ¿Le bastará?
Marina merece su amor, pero también merece la fama.
“¿Alcanza el amor que yo le ofrezco para que Marina pase por
alto las oportunidades por las que ha luchado tanto?”, se debate el ama de casa.
“Marina me ha mostrado la inmensidad de un amor de mujer. Nunca
el amor me transformó tanto como con ella. Nunca el amor me devolvió tanto como
el de ella…
Solo en ella me reconozco. Solo con ella soy.
Nunca mi carne se muere y vuelve a renacer como lo sabe
hacer con ella y por ella.
Cuando me he caido, se ha levantado conmigo. Me ha mostrado
el amor feliz que yo buscaba.
Detrás de su sonrisa estoy yo,… Y sólo sé ver hacia adelante
acompañada por ella, sosteniéndonos las dos.
Marina me ama, me lo ha demostrado. ¡Oh, cómo me lo sabe
demostrar!!
Pero, ¿se estará cansando de mí? Ahora que me ha
conquistado, ¿ya no la incito más? ¿Querrá ir en busca de más conquistas?
Se me sube la leona por todo el cuerpo. Una leona recién
parida que me exige defender lo mío…
Pero mi amor no me debe cegar y volverme egoista. Tengo que
dejarla ir. Tengo que dejar que vuele hasta donde ella merece volar. Alto, muy
alto.
Las raíces de mi árbol no tienen que aprisionarla. Mis motivos
de amor no deben cegarme.”
*******
Clara regresa al hotel y llama a Helena. El llanto apenas le
permite hablar.
—Salgo esta noche para Río. Ve a recogerme mañana temprano al
aeropuerto. Te lo ruego, por favor. No me preguntes nada. Ahora no sé explicar
nada —dice—. No, Marina no va conmigo. Se queda en Londres.
Clara termina la conversación telefónica y se pone a
escribir una nota.
Coloca el sobre la mesa de la suite y empieza a preparar las
maletas.
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