domingo, 29 de junio de 2014

La mañana de la exposición


Clara y Marina se preparan para ir a encontrarse con Roberta.

Clara sale del baño vistiendo la súper sexi lingerie negra que Cadú le regaló para su cumpleaños, pero que, sin el ama de saberlo, había sido comprada por la propia fotógrafa.

Clara se dirige al clóset a sacar el resto de la ropa que se va a poner. Los ojos de Marina se topan en el camino con su amante. La fotógrafa no puede controlar el impulso de volar hacia Clara y pasear sus manos por toda la sutil armadura que la ciñe.

—Divina —susurra… y mete la nariz entre los encajes, aspirando como una colibrí toda la miel de una oscura flor.

Clara se excusa:

—Me siento mal en ponerme esta lingerie. Fue un regalo de Cadú.

—Nunca pensé decírtelo, pero ya que eres tú quien habla de esto, tengo que confesarte que fui yo quien te la escogió.  Cadú nos encontró a Vanessa y a mí en un centro comercial y nos pidió que le ayudásemos a comprarte un regalo. A mí se me ocurrió esta lingerie. ¿Recuerdas cuando me la mostraste en tu casa? Verte con ella puesta fue un huracán que se llevó todos mis frenos. No sé cómo logré controlarme. Hubiese querido lanzarme sobre ti y arrebatártela… o despojarte de ella lentamente a besos. Así… —las manos de Marina ensayan un gesto en el aire…

Clara se aparta del abrazo. Se saca la ropa interior y se mete en el jacuzzi.

—Fue un error haberla traído. Falta de consideración mía hacia ti. Déjame lavarme de toda la historia que tiene pegada.

—No te mortifiques, mi ciela —dice Marina, quitándose ella misma su ropa y metiéndose en las espumosas aguas del jacuzzi—. Te he dicho que yo no soy exclusivista. Yo te hubiese compartido con Cadú. Hubiese aceptado la mitad, un cuarto, un tercio, una migajita de ti.

Marina se arrodilla al lado de Clara y acaricia el contorno de los senos de su amante. La respiración de Clara empieza a agitarse, igual que las tibias aguas que la envuelven.

—Aunque era lo que más he deseado, ni en mis más locos sueños concebí toda esta tu entrega. Clara…

—Marina… —balbucea extática el ama de casa.

Los rodeos de la fotógrafa van subiendo y bajando por caminos sin retorno… van ahí donde saben que encuentran a una Clara estremecida, arrebatada, niña... mujer…

¡Ring… ring…! Suena el timbre del teléfono.

—Oh, no —se quejan las dos—. Debe ser el chofer de Roberta.

De mala gana, las dos amantes dan pausa a sus sueños. Se visten y se acicalan.

                                              ********

A regañadientes, bajan al vestíbulo del hotel.

Afuera, en lugar de encontrar al chofer esperándolas de pie junto a la limosina, ven, de punta en blanco (impactante como una montaña nevada)  a la propia Roberta of Rothesay, al costado de un Porshe rojo descapotable, de dos puertas.

La baronesa saluda a las dos mujeres con un beso en cada mejilla.

—Clara, pasa tú al asiento trasero —dice con la voz y el gesto de quien está acostumbrada a mandar, aunque con exquisita sutileza.

Marina se adelanta y se acomoda ella, dejándole a Clara el espacio en el asiento delantero. Roberta sonríe y ajusta el espejo retrovisor hasta tener en el enfoque a Marina y clavarle sus luminosos ojos verdes.



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